Mi experiencia en este curso de historia fue inusual desde el primer día. El profesor tenía un método distinto, en lugar de llenar la pizarra con fechas y conceptos, nos entregaba un tema y una bibliografía, y nos dejaba frente al reto de un nuevo ensayo. Sin embargo, esa falta de clase tradicional me obligó a desarrollar algo fundamental: la autonomía. Tuve que aprender a ver más entre la información, planos e imágenes, a seleccionar lo importante y a construir mi propio entendimiento de por qué un edificio se veía de cierta manera o qué problema histórico estaba resolviendo. Fue, sin duda, la forma más práctica de sumergirme en la arquitectura. Un gran aprendizaje fue sobre la proporción. Los griegos y romanos no solo construían, usaban reglas matemáticas para dar armonía. Eso me hizo pensar más en la geometría de mis maquetas en la universidad.
También quedó claro que la arquitectura siempre responde a un problema. Cuando vimos las fortalezas con forma de estrella, entendí que su diseño no era decorativo, era la solución para defenderse de los cañones. La función sí determina la forma. Ver esos planos con forma de estrella y darme cuenta de que no era un capricho del arquitecto, sino pura necesidad. Que un cañón cambiara por completo la forma de construir murallas, de torres altas a esos baluartes bajos y angulados, fue una lección enorme. Ahora miro los espacios de otra manera. Al analizar plazas como la del Campidoglio para los ensayos, empecé a ver cómo el diseño guía a las personas y crea jerarquías. Es una lección directa para cualquier proyecto urbano.
La parte que más valoro ahora no está en ningún libro. Me di cuenta de que, debajo de todo, los edificios son soluciones. Aprendí a buscar el porqué de las formas: esa columna no está ahí solo por estética, esa plaza tiene ese diseño por una razón. Fue como ganar un nuevo instinto. Ahora, cuando veo un proyecto o trabajo en el mío, me sale preguntarme: "¿qué problema estoy resolviendo?".


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