Donde la belleza encuentra su medida
Últimamente no dejo de pensar en cómo todo en el mundo parece tener su propio ritmo, una especie de equilibrio que lo mantiene en pie. Cuanto más observo, más siento que las matemáticas —esas que siempre parecieron tan frías— en realidad esconden una forma de entender la belleza. Hay algo profundamente humano en querer que las cosas encajen, en buscar armonía entre las partes, como si al ordenar lo que nos rodea también intentáramos poner en orden lo que llevamos dentro.
El Templo de Borobudur me dejó sin palabras. Su estructura, tan precisa y a la vez tan espiritual, me pareció más que una construcción: es un viaje. Cada nivel parece contar una historia, una etapa del camino hacia la luz. Pensar que hace más de mil años alguien diseñó esas proporciones no solo para levantar piedra sobre piedra, sino para inspirar a otros a mirar hacia adentro, me parece impresionante. Es como si ese templo respirara todavía la intención de quien lo soñó.
El Plan de St. Gall, en cambio, me hizo pensar en nuestra necesidad de darle sentido a todo. De crear lugares donde cada cosa tenga su sitio, donde nada sobre ni falte. Ese intento de diseñar un monasterio perfecto, siguiendo proporciones y módulos, me parece una mezcla hermosa entre razón y alma. A veces pienso que ojalá existiera un plano así para la vida: algo que me mostrara cómo equilibrar lo que quiero con lo que hago, y lo que siento con lo que soy.
Mirar estos ejemplos me recordó que la belleza no siempre se muestra a simple vista. Muchas veces está en lo que sostiene, en la estructura, en el ritmo silencioso de las cosas bien pensadas. Detrás de cada forma hay una intención, y detrás de cada medida, una emoción. Quizás entender las proporciones no sea solo cuestión de números, sino una manera de aprender a mirar más despacio, con más atención.
Porque, al final, buscar armonía en el mundo también es una forma de buscarla dentro de uno mismo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario