Al leer sobre los referentes de la Antigüedad y pensar en lugares como el Partenón o la Acrópolis, me doy cuenta de que la arquitectura antigua no es simplemente algo viejo, sino una base viva de todo lo que hacemos hoy. Es increíble cómo, hace miles de años, culturas como la griega y la romana encontraron soluciones a problemas espaciales, estructurales y estéticos que siguen ocurriendo.
Los templos griegos no son solo piedras amontonadas, representan una búsqueda de armonía, proporción y equilibrio. Es fascinante cómo los órdenes clásicos no solo fueron estilos decorativos, sino sistemas que respondían a una lógica profunda de forma y función, y que sirvieron para estructurar edificios con sentido y ritmo.
Como estudiante, me detengo a pensar en cómo estos referentes nos enseñan que la arquitectura no es solo técnica. Es también cultura, filosofía y forma de relacionarnos con lo sagrado, lo público y lo que vivimos todos los días. Por ejemplo los romanos, llevaron estas ideas más allá con estructuras como arcos y bóvedas, y materiales como el concreto, que les permitió experimentar con espacios más grandes y complejos.
Lo que más me inspira es que estos edificios no solo están ahí y ya, son puntos de partida, son reconocidos e inspiración. Cada columna, proporción o planta nos invita a pensar en cómo podemos reinterpretar esos principios para los retos de hoy, desde la sostenibilidad hasta la identidad cultural en el espacio urbano.
En resumen, estudiar los referentes de la Antigüedad me recuerda que la buena arquitectura siempre dialoga con el pasado, no para copiarlo literalmente, sino para comprender principios universales: la relación entre estructura y luz, entre volumen y vacío, y entre función y significado, etc. Ese diálogo, hace que cada proyecto tenga sentido técnico y humano.

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